Como sucede en los relatos de Slawomir Mrożek, Silvia Lifschitz se asoma a la crítica social con una ironía juguetona que va del absurdo a lo real, sin perder el humor de Beckett ni la magia del extrañamiento cortazariano.

A lo largo de los textos de este libro, puede respirarse ese “aire fresco” al que se hace referencia en el título y en el cuento homónimo. Aire necesario para sobrevivir en las calles, los subtes, los trabajos que alienan, las historias del pasado y los fantasmas que acechan el presente.

Con lucidez, pero sin displicencia, se teje una voz narrativa que reproduce, muestra y delata distintas formas de vivir, más o menos encorsetadas, en estos tiempos.

Y el arte, como plantearon los formalistas rusos a comienzos del siglo XX, tiene una función fundamental en la tarea de desatar la terquedad del ser humanx. La sorpresa es la clave para alargar la percepción y volvernos a traer a nuestro aquí y ahora. 

Con lucidez, pero sin displicencia, se teje una voz narrativa que reproduce, muestra y delata distintas formas de vivir, más o menos encorsetadas, estos tiempos. Modos de “despertar”, modos que se vuelven ejemplares, sobre todo porque su autora, curiosa incansable, artista prolífica, indaga los caminos de la pintura, el canto y la escritura por igual, abonando otras maneras de transcurrir, no tan enajenadxs, estos caminos.

Virginia Janza